
Como todas las mañanas estaba revolviendo la taza de café. Casi no levantaba la cabeza para mirar la cola de gente que afuera, medio muerta de frío, esperaba para ser atendida. Sacó el paquete de galletitas Manon y se sintió como cuando estaba en el recreo, en la escuela. Ese trabajo en la mesa de entradas se parecía bastante a los días de clase. A nadie le importaba qué estaba haciendo mientras siguiera sentada ahí. El jefe ni se acordaba su nombre de pila y no sabía nada de su vida. Cada tanto se bajaba los anteojos y le señalaba algún error que se le había pasado.
Todo hubiera sido bastante soportable sino fuera por ese tema de las sillas. En sus años ahí adentro había conseguido una bastante buena. No estaba floja. Tenía el respaldo derecho y los dos apoyabrazos. Se había acostumbrado a ella como a todas las demás cosas. La misma taza de café, el mismo escritorio, el paisaje de avisos viejos y medio despegados que informaban al público cosas acerca de trámites que ya ni siquiera se hacían allí.
En ese pequeño mundo de papeles sellados Miriam se manejaba de maravilla. Sabía mirar al que llegaba con una actitud distante que enseguida lo hacía sentir en falta, como culpable. Durante unos minutos la vida de esa persona estaba en sus manos. Podía facilitársela o todo lo contrario. Podía acelerar o retrasar las cosas a su antojo. Miraba los papeles con cara de preocupación y levantaba el teléfono como quien se comunica con el Presidente de la Nación. Hablaba bajito, mascullaba palabras. Luego arrojaba al rostro estupefacto de su víctima un “Veremos que se puede hacer”. Al rato podía sentir la respiración agitada de su interlocutor, las manos nerviosas, la mirada alerta.
- Por esta vez pasa , anunciaba mientras devolvía las hojas llenas de membretes y firmas, inexorablemente escritas en letra times new roman pto 12.
Disfrutaba su pequeño espacio de poder, esos instantes en que sentía que todo dependía de su buena voluntad. Sin embargo, hacía quince días había comenzado a padecer cierta inquietud.
Era innegable que algo pasaba. Lo primero que notó fue un cambio en la silla del compañero de enfrente. No era la misma de siempre. Era de otro color y parecía más nueva. No se atrevía a preguntar, pero no podía sacar los ojos de allí. Era nueva. Indudablemente. Tenía de esos mecanismos que suben y bajan.
Se distraía una y otra vez. Sin darse cuenta se encontraba, de repente, asomándose por el costado de la persona que estaba atendiendo para observar lo que sucedía enfrente.
Era evidente que el humor de su compañero había mejorado. Demasiado. ¿Qué merito había hecho el tipo ese para conseguir una silla nueva? Antigüedad no, porque ella era la que estaba en el sector desde hacía más tiempo. Podía ser amigo de alguien. Para colmo de males, era un mocoso. Tendría unos veinte, veintitrés años. ¿Qué había hecho el mocoso ese para merecer una silla nueva, mientras ella, que llevaba años sentada allí, debía conformarse con su silla de toda la vida?
De camino a su casa, no dejaba de fantasear. Se imaginaba a su compañero cayéndose al piso, a causa de un desperfecto inesperado; o a veces incluso fantaseaba con una enfermedad repentina que le impedía concurrir al trabajo por meses y con el jefe de sección ofreciéndole la silla diciéndole: Usted se la merece, puesto que es la más antigua del sector.
No se sabe bien cuando las fantasías dejaron de ser ilusiones pasajeras y se convirtieron en lo que fue después un detallado plan de acción.
La situación se agravó un día lunes cuando, al llegar, notó algo inesperado. Uno de los apoyabrazos de su silla estaba roto. Nadie supo, ni quiso, ni pudo, dar una explicación a un hecho que era importante solo para Miriam.
Todos tenemos alguna parte de la silla rota , le contestaban sus compañeros de “contabilidad y pagos”. No faltó quien, conociéndola de tiempo atrás, le dijera: ¿Por qué no le pedís a Hernancito que te cambie tu silla vieja por la nueva que le dieron?
La verdad es que ella nunca le había dirigido la palabra al mocoso. Ese día atendió a la gente peor que nunca. Tardaba en llamar, ponía impedimentos de todo tipo.
“Este documento de identidad está demasiado roto, va a tener que renovarlo antes de que le pueda tomar el trámite”; “esta fotocopia no sirve, está demasiado clarita, no se puede leer”; “este arancel está vencido, va a tener que pagar otro nuevo y dudo que le devuelvan la plata, si quiere quejarse, ahí está el libro”.
Sin embargo, ninguno de sus compañeros dio importancia a estos pequeños gestos de disgusto, en los que tarde o temprano todos incurrían.
Ese día a la salida lo siguió. Unos pasos atrás. Nadie la notaba en la marea de gente que volvía a su casa las seis de la tarde.
Al día siguiente la silla nueva de enfrente estaba vacía. No se sabía nada de Hernán. Miriam, como todos los días, revolvía su taza de café mientras comía con avidez el paquete de galletitas Manon.
La noticia llegó al mediodía. Muerto. No se sabía nada. La policía tomaba parte. Quizás los interrogaran a ellos también.
A la mañana siguiente cuando el teniente Gómez preguntó en donde se sentaba el muchacho de 23 años, estudiante de derecho que había muerto en forma trágica y cuya muerte investigaba, fue la misma Miriam quien lo acompañó hasta su escritorio para mostrarle la silla bastante usada con el apoyabrazos roto.
- Es aquí, se sentaba aquí en este lugar.
Todo hubiera sido bastante soportable sino fuera por ese tema de las sillas. En sus años ahí adentro había conseguido una bastante buena. No estaba floja. Tenía el respaldo derecho y los dos apoyabrazos. Se había acostumbrado a ella como a todas las demás cosas. La misma taza de café, el mismo escritorio, el paisaje de avisos viejos y medio despegados que informaban al público cosas acerca de trámites que ya ni siquiera se hacían allí.
En ese pequeño mundo de papeles sellados Miriam se manejaba de maravilla. Sabía mirar al que llegaba con una actitud distante que enseguida lo hacía sentir en falta, como culpable. Durante unos minutos la vida de esa persona estaba en sus manos. Podía facilitársela o todo lo contrario. Podía acelerar o retrasar las cosas a su antojo. Miraba los papeles con cara de preocupación y levantaba el teléfono como quien se comunica con el Presidente de la Nación. Hablaba bajito, mascullaba palabras. Luego arrojaba al rostro estupefacto de su víctima un “Veremos que se puede hacer”. Al rato podía sentir la respiración agitada de su interlocutor, las manos nerviosas, la mirada alerta.
- Por esta vez pasa , anunciaba mientras devolvía las hojas llenas de membretes y firmas, inexorablemente escritas en letra times new roman pto 12.
Disfrutaba su pequeño espacio de poder, esos instantes en que sentía que todo dependía de su buena voluntad. Sin embargo, hacía quince días había comenzado a padecer cierta inquietud.
Era innegable que algo pasaba. Lo primero que notó fue un cambio en la silla del compañero de enfrente. No era la misma de siempre. Era de otro color y parecía más nueva. No se atrevía a preguntar, pero no podía sacar los ojos de allí. Era nueva. Indudablemente. Tenía de esos mecanismos que suben y bajan.
Se distraía una y otra vez. Sin darse cuenta se encontraba, de repente, asomándose por el costado de la persona que estaba atendiendo para observar lo que sucedía enfrente.
Era evidente que el humor de su compañero había mejorado. Demasiado. ¿Qué merito había hecho el tipo ese para conseguir una silla nueva? Antigüedad no, porque ella era la que estaba en el sector desde hacía más tiempo. Podía ser amigo de alguien. Para colmo de males, era un mocoso. Tendría unos veinte, veintitrés años. ¿Qué había hecho el mocoso ese para merecer una silla nueva, mientras ella, que llevaba años sentada allí, debía conformarse con su silla de toda la vida?
De camino a su casa, no dejaba de fantasear. Se imaginaba a su compañero cayéndose al piso, a causa de un desperfecto inesperado; o a veces incluso fantaseaba con una enfermedad repentina que le impedía concurrir al trabajo por meses y con el jefe de sección ofreciéndole la silla diciéndole: Usted se la merece, puesto que es la más antigua del sector.
No se sabe bien cuando las fantasías dejaron de ser ilusiones pasajeras y se convirtieron en lo que fue después un detallado plan de acción.
La situación se agravó un día lunes cuando, al llegar, notó algo inesperado. Uno de los apoyabrazos de su silla estaba roto. Nadie supo, ni quiso, ni pudo, dar una explicación a un hecho que era importante solo para Miriam.
Todos tenemos alguna parte de la silla rota , le contestaban sus compañeros de “contabilidad y pagos”. No faltó quien, conociéndola de tiempo atrás, le dijera: ¿Por qué no le pedís a Hernancito que te cambie tu silla vieja por la nueva que le dieron?
La verdad es que ella nunca le había dirigido la palabra al mocoso. Ese día atendió a la gente peor que nunca. Tardaba en llamar, ponía impedimentos de todo tipo.
“Este documento de identidad está demasiado roto, va a tener que renovarlo antes de que le pueda tomar el trámite”; “esta fotocopia no sirve, está demasiado clarita, no se puede leer”; “este arancel está vencido, va a tener que pagar otro nuevo y dudo que le devuelvan la plata, si quiere quejarse, ahí está el libro”.
Sin embargo, ninguno de sus compañeros dio importancia a estos pequeños gestos de disgusto, en los que tarde o temprano todos incurrían.
Ese día a la salida lo siguió. Unos pasos atrás. Nadie la notaba en la marea de gente que volvía a su casa las seis de la tarde.
Al día siguiente la silla nueva de enfrente estaba vacía. No se sabía nada de Hernán. Miriam, como todos los días, revolvía su taza de café mientras comía con avidez el paquete de galletitas Manon.
La noticia llegó al mediodía. Muerto. No se sabía nada. La policía tomaba parte. Quizás los interrogaran a ellos también.
A la mañana siguiente cuando el teniente Gómez preguntó en donde se sentaba el muchacho de 23 años, estudiante de derecho que había muerto en forma trágica y cuya muerte investigaba, fue la misma Miriam quien lo acompañó hasta su escritorio para mostrarle la silla bastante usada con el apoyabrazos roto.
- Es aquí, se sentaba aquí en este lugar.
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