lunes, 27 de abril de 2009


Rompecabezas

Un rompecabezas tiene piezas
chiquitas,
confusas,
diminutas.
Piezas de colores.
Todas mezcladas.
Lleva tiempo saber
cuál es cuál .
Para qué sirve
cada una
o qué lugar ocupa,
qué es lo mismo.
A veces,
pongo alguna en el lugar equivocado,
y paso mucho tiempo,
dando vueltas alrededor
de una mentira,
o de un error.
Se me pierden,
no las encuentro.
Y yo, que naturalmente,
soy un desesperado,
me desespero.
Llego a pensar
que no existen
que vino fallado,
el rompecabezas.
Y que eso me pasa
justo a mi.
A mi.
A mi.
No a los otros
que compran rompecabezas completos.
Perfectos.
No.
A mi me pasa,
que las cosas me vienen falladas.
Hasta que al final,
cuando menos lo espero,
la encuentro,
a esa maldita pieza,
que parece que tiene vida propia,
que complota contra mi,
y no le importa,
que yo sufra
su ausencia.
Porque ella,
egoísta,
necesitaba esconderse un rato.
Hacerme pensar
que estaba todo mal,
que nada tiene sentido,
que los rompecabezas son
horribles máquinas
diseñadas para torturar,
llenos de agujeros,
que gritan:
¡Imperfección!
¡Vacío!
¡Soledad!

Un rompecabezas tiene piezas
chiquitas,
confusas,
diminutas,
que juntas,
a su tiempo,
nos muestran lo que son.
Y eso, es suficiente.

miércoles, 25 de febrero de 2009


Alguna vez fui chica.
Entonces había voces gritando.
Decían que era responsable de mi destino.
Me dieron una lista interminable de deberes que cumplir.
Me explicaron lo que se podía y lo que no.
Es decir, las instrucciones para llegar a la orilla.
La fórmula para un final feliz.
Con hijos obedientes.
Con un marido atento y una casa con jardín y olor a café recién hecho.
Me explicaron.
Que había que tener algo de plata en el banco y no deberle nada a nadie.
Y que si era necesario, estaba permitido mentir.
Que tuviera cuidado de los poderosos y no anduviera por ahí desnudando verdades ni diciendo esas cosas que se consideran tan inconvenientes.
Me dejaron bien en claro que había que mirar para el otro lado cuando el ladrón de turno metía la mano en la lata.
Porque esa era la fórmula , para terminar bien.
Para una vida feliz.
A mi no me salió.
Fui como una inútil para la felicidad de receta.
A último momento siempre hice otra cosa.
Por eso no se, si soy feliz.
Porque no tengo marido, aunque mi casa muchas veces huele a café recién hecho.
Porque mis hijos son desobedientes.
Y suelen hacer lo que ellos quieren.
Y muchas veces hablo demás.
Por eso mi ascenso se lo llevó el amigo de alguno.
Uno de esos que no trae problemas.
Y no fue un final feliz.
De esos que salen en las películas.
Eso terminaría así.
Si pudiésemos saber cuantos finales tiene un final

sábado, 31 de enero de 2009

La silla


Como todas las mañanas estaba revolviendo la taza de café. Casi no levantaba la cabeza para mirar la cola de gente que afuera, medio muerta de frío, esperaba para ser atendida. Sacó el paquete de galletitas Manon y se sintió como cuando estaba en el recreo, en la escuela. Ese trabajo en la mesa de entradas se parecía bastante a los días de clase. A nadie le importaba qué estaba haciendo mientras siguiera sentada ahí. El jefe ni se acordaba su nombre de pila y no sabía nada de su vida. Cada tanto se bajaba los anteojos y le señalaba algún error que se le había pasado.
Todo hubiera sido bastante soportable sino fuera por ese tema de las sillas. En sus años ahí adentro había conseguido una bastante buena. No estaba floja. Tenía el respaldo derecho y los dos apoyabrazos. Se había acostumbrado a ella como a todas las demás cosas. La misma taza de café, el mismo escritorio, el paisaje de avisos viejos y medio despegados que informaban al público cosas acerca de trámites que ya ni siquiera se hacían allí.
En ese pequeño mundo de papeles sellados Miriam se manejaba de maravilla. Sabía mirar al que llegaba con una actitud distante que enseguida lo hacía sentir en falta, como culpable. Durante unos minutos la vida de esa persona estaba en sus manos. Podía facilitársela o todo lo contrario. Podía acelerar o retrasar las cosas a su antojo. Miraba los papeles con cara de preocupación y levantaba el teléfono como quien se comunica con el Presidente de la Nación. Hablaba bajito, mascullaba palabras. Luego arrojaba al rostro estupefacto de su víctima un “Veremos que se puede hacer”. Al rato podía sentir la respiración agitada de su interlocutor, las manos nerviosas, la mirada alerta.
- Por esta vez pasa , anunciaba mientras devolvía las hojas llenas de membretes y firmas, inexorablemente escritas en letra times new roman pto 12.
Disfrutaba su pequeño espacio de poder, esos instantes en que sentía que todo dependía de su buena voluntad. Sin embargo, hacía quince días había comenzado a padecer cierta inquietud.
Era innegable que algo pasaba. Lo primero que notó fue un cambio en la silla del compañero de enfrente. No era la misma de siempre. Era de otro color y parecía más nueva. No se atrevía a preguntar, pero no podía sacar los ojos de allí. Era nueva. Indudablemente. Tenía de esos mecanismos que suben y bajan.
Se distraía una y otra vez. Sin darse cuenta se encontraba, de repente, asomándose por el costado de la persona que estaba atendiendo para observar lo que sucedía enfrente.
Era evidente que el humor de su compañero había mejorado. Demasiado. ¿Qué merito había hecho el tipo ese para conseguir una silla nueva? Antigüedad no, porque ella era la que estaba en el sector desde hacía más tiempo. Podía ser amigo de alguien. Para colmo de males, era un mocoso. Tendría unos veinte, veintitrés años. ¿Qué había hecho el mocoso ese para merecer una silla nueva, mientras ella, que llevaba años sentada allí, debía conformarse con su silla de toda la vida?
De camino a su casa, no dejaba de fantasear. Se imaginaba a su compañero cayéndose al piso, a causa de un desperfecto inesperado; o a veces incluso fantaseaba con una enfermedad repentina que le impedía concurrir al trabajo por meses y con el jefe de sección ofreciéndole la silla diciéndole: Usted se la merece, puesto que es la más antigua del sector.
No se sabe bien cuando las fantasías dejaron de ser ilusiones pasajeras y se convirtieron en lo que fue después un detallado plan de acción.
La situación se agravó un día lunes cuando, al llegar, notó algo inesperado. Uno de los apoyabrazos de su silla estaba roto. Nadie supo, ni quiso, ni pudo, dar una explicación a un hecho que era importante solo para Miriam.
Todos tenemos alguna parte de la silla rota , le contestaban sus compañeros de “contabilidad y pagos”. No faltó quien, conociéndola de tiempo atrás, le dijera: ¿Por qué no le pedís a Hernancito que te cambie tu silla vieja por la nueva que le dieron?
La verdad es que ella nunca le había dirigido la palabra al mocoso. Ese día atendió a la gente peor que nunca. Tardaba en llamar, ponía impedimentos de todo tipo.
“Este documento de identidad está demasiado roto, va a tener que renovarlo antes de que le pueda tomar el trámite”; “esta fotocopia no sirve, está demasiado clarita, no se puede leer”; “este arancel está vencido, va a tener que pagar otro nuevo y dudo que le devuelvan la plata, si quiere quejarse, ahí está el libro”.
Sin embargo, ninguno de sus compañeros dio importancia a estos pequeños gestos de disgusto, en los que tarde o temprano todos incurrían.
Ese día a la salida lo siguió. Unos pasos atrás. Nadie la notaba en la marea de gente que volvía a su casa las seis de la tarde.
Al día siguiente la silla nueva de enfrente estaba vacía. No se sabía nada de Hernán. Miriam, como todos los días, revolvía su taza de café mientras comía con avidez el paquete de galletitas Manon.
La noticia llegó al mediodía. Muerto. No se sabía nada. La policía tomaba parte. Quizás los interrogaran a ellos también.
A la mañana siguiente cuando el teniente Gómez preguntó en donde se sentaba el muchacho de 23 años, estudiante de derecho que había muerto en forma trágica y cuya muerte investigaba, fue la misma Miriam quien lo acompañó hasta su escritorio para mostrarle la silla bastante usada con el apoyabrazos roto.
- Es aquí, se sentaba aquí en este lugar.

viernes, 23 de enero de 2009

Cuatro



Eramos dos.
Una queria ,
la otra no.
Y yo no sabia
quien era quien.
Una tenia mucho miedo
de todo,
de perder,
de ceder.
La otra,
lejana,
distante,
solo pretendía para su vida
un poco de cordura.
Eramos dos
todo el tiempo,
una salía,
la otra se escondía,
detrás
de la arrogancia,
de la sonrisa,
de la palabra,
del silencio.
No podíamos estar
juntas
sin traicionarnos.
Así fue como,
sin quererlo,
nos enamoramos
de ustedes,
que también
tenían
mucho miedo
de perder
de ceder
y no podían
ponerse de acuerdo,
sobre las ganas
de morir y de vivir.
Ahora somos cuatro
y no podemos
estar juntos
sin traicionarnos
sin poder dejar
de espiar,
sin que se note,
que somos
a veces
felices
de estar juntos
los cuatro.

viernes, 16 de enero de 2009


Hace calor en Buenos Aires. Como todos los veranos. Pero estamos de mal humor como si fuera el primero. Esto no es La Habana me dice el taxista mientras traspira en su auto no tan nuevo, no tan cero km, sin aire acondicionado. Y claro pienso, si estuviéramos en La Habana no nos importaría este calor de mierda, pegajoso, húmedo, porque seríamos cubanos y tendríamos una historia de sudores, de ropa pegada al cuerpo al ritmo del baile, de morochas semi desnudas ofreciendo una tregua, un intervalo de pasión.
Pero nosotros somos argentinos, porteños para peor. Desconformes. Rebeldes al pedo. Incapaces de agradecer. Rápidos para la queja.
A nosotros, los porteños, no nos gustan los finales felices.
Somos así .
Desconfiados.
Cautelosos, me dirá Usted.
Desconfiados.
Resignadamente desconfiados.

¿Cuándo es el final
y cuándo el principio?
¿Y con qué medida
medimos
el momento en que
la historia empieza
y termina?
Es importante
para saber
si es un feliz comienzo
o un final feliz
Hoy todavía
no se
si lo que estoy buscando
es empezar algo nuevo
o terminar algo viejo

jueves, 15 de enero de 2009

Todos buscamos un final feliz


Indiferentes,
ambiciosos,
cautelosos,
atrevidos,
desconfiados,
con el corazón desbocado
de odio
o de ternura,
todos
creemos que sabemos
ser felices
hasta que viviendo
descubrimos
lo contrario
Bienvenidos a Finales Felices... un espacio para buscar y quizás... encontrar.