“La semana que viene rodamos en casa” dice Francisco, el único de mis hijos que no se fue de viaje a Bariloche y que se dedica a filmar una serie web de esas que están de moda. Mientras tomo mate en la cocina lo miro ir y venir preparándose algo de comer a las seis de la tarde porque se acaba de levantar. No encuentra el pan y me levanto a dárselo, sigo siendo la dueña y señora de la cocina, la única con capacidad de ver los objetos cotidianos: el mate, el azúcar, la yerba, el tirabuzón, en fin , las infinitas cosas necesarias que nadie sabe donde están, excepto, claro, una madre.
De repente llega Juan Cruz, que ya vive solo. No me saluda, me dice: ¿hay comida?. Ravioles, heladera, microondas, le respondo mientras sigo escribiendo. Rosario, que ya tiene veintitres no está en casa porque se fue a estudiar a casa de Celina. Eso hace que la cocina, en general poblada de sus apuntes, su laptop, el esmalte de uñas, la lima, el celular,el termo y el mate, esté despejada y en condiciones de ser utilizada por el resto de los habitantes del departamento.
Muchas veces me descubro preguntándome cuándo se termina esto. Andrés, el más chico está a punto de cumplir dieciocho y acabo de terminar de pagar, bajo protesta como siempre, mi último viaje a Bariloche, bah, mio es un decir, el último que pago yo y en el que viajan ellos.
¡Y si! Son cinco. Cuando las llamadas anunciándome problemas con Nicolás, mi hijo mayor, interrumpían mi hora semanal de clase de flauta traversa, Gabriel, mi profe de entonces, me decía que mi probabilidad estadística de tener un quilombo era altísima, y que si cada uno de mis hijos protagonizaba dos desastres anuales yo ya tenía garantizado el problema mensual. Sí, leyeron bien, dice mi profesor de flauta traversa, ¿o acaso una madre no puede estudiar música? ¿o para ser una verdadera y dedicada madre lo único que uno tiene que empuñar en la vida es el cucharón de sopa?
Este es el momento en que alguien me dice que si cuando me casé no tenía televisor, y comentarios de ese tipo que cuestionan mi inconciente y feliz decisión de ser una madre descontrolada, como diría Susanita, la de Mafalda. Aunque, tengo que ser sincera, yo de Susanita no tengo nada. También debería decir que tampoco me senté durante horas, cual estatua del pensador de Rodin a meditar acerca de mi futuro, de mi proyecto vital, de las implicancias demográficas y sociológicas que podría implicar el excesivo poblamiento del barrio de congreso, es más creo que apenas hicimos cuentas. Debo reconocer que influyó en mi, el haber quedado inesperadamente embarazada a los dieciocho. Después de eso, cualquier desafío relacionado con la maternidad me parecía pan comido. ¡Cuanta impulsividad! Pero, ¿quién puede resistirse a esas caritas de ángeles, a esos ojitos achinados que te miran como si fueras lo más importante del universo mientras te dedican una silenciosa sonrisa? En ese momento, uno no piensa, ni siquiera se imagina, la cantidad de palabras que escuchará en los años venideros de su nunca-más-tranquila-vida.
Los primeros años son un sueño, pero en el sentido literal de la palabra, porque dejás de dormir y te convertis en sonámbula. Todavía no hablan, ni caminan, pero lloran. Comida,sueño,caca,comida,sueño,caca. El diagnóstico es bastante simple, solo que aprenderlo mientras intentás quedarte despierta y escapar de la catarata de comentarios, consejos, advertencias y maledicencias de tu suegra y de tu madre es realmente la primer tarea que te hace exclamar: ¿En qué estaba pensando cuando me metí en esto?
Es justo en ese momento de deseperación que ellos o ellas dejan escapar el primer “mamá” con una vocecita que te arranca las lágrimas y eleva tu autoestima en picada (porque ya emepezaste a pensar que sos una mala madre, que no te podés quedar despierta, que te olvidás de todo, que no te gusta cambiar pañales, que se le paspó la cola porque sos una inútil, etc, etc) y te hace posicionarte en la línea de largada de una carrera que pensás - ilusa- que solo te llevará los próximos 15 años de tu vida.
Luego viene una etapa en la que se justifica todo el entrenamiento que nuestra malvada profesora de educación física nos obligó a realizar mientras eramos adolescentes (feliz época de la vida en la que uno no quiere hacer nada y le parece muy bien). Primer ejercicio: levantamiento de pesas. Todo bien hasta los cuatro o cinco meses. Ni te cuento con la desesperación que empezás a esperar que dé “sus primeros pasitos” la mole de ocho meses que ya pesa más de ocho kilos y que tenés que acarrear con vos en todos los instantes de tu vida. Quiero aclarar que si bien, mi relato es estrictamente desde la perspectiva femenina, gran parte de las mismas tareas son compartidas por el padre, que si se involucra debidamente en la crianza, sufrirá los mismos síntomas relacionados con sueño, baja autoestima, dudas existenciales y necesidad de retomar el entrenamiento en el gimansio.
Como la naturaleza es sabia cuando llega el momento de pasar a otra etapa vos ya-no das-más y estás desesperada/o esperando que aprenda a caminar, porque entonces si, “va a ser más fácil” . (Por si no se han dado cuenta la naturaleza, que por algo también es madre, nos engaña. Yo todavía sigo pensando que dentro de unos a años “va a ser más fácil”).
Los primeros pasitos están muy bien. Lo terrible es darte cuenta de repente de la cantidad de cosas que hay en los muebles, en las paredes, en todos los lugares a los que el nene o la nena ahora alcanza, que tenés que salir a sacar de ahi ¡urgente!. Tu casa, antes hermosamente decorada se convierte en un campo después de la cosecha. Nada. Todo lo que hay se encuentra al menos a un metro de altura. Lástima los controles remotos, los botones del televisor (¿a nadie se le ocurrió pensar en ponerlos más alto?).
Y así, sin casi darte cuenta pasas los próximos cinco años bajándolos de algún lugar al que no deberían haberse subido, o subiéndolos a algún lugar a donde deberían estar pero “solitos” no llegan, atando cordones, cerrando y desabrochando camperas, secando jugo o leche de alguna mesa o del piso, o lo que es aún peor corriendo detrás de ellos en alguna plaza para que se queden cerca y a salvo, es decir bajo el círculo de tus posibilidades de alcanzarlos.
Y una vez más no das más y pensás que todo se va a solucionar cuando empiecen el colegio. Perdónenme esbozar una amplia y sarcástica sonrisa y mirarlos con compasión.
Este es el momento en que me detengo a anunciar con orgullo que luego de veintisiete años de lucha estoy a punto de terminar por quinta vez mis estudios secundarios. Y está vez es la vencida. Se acabó. No más uniformes para lavar y planchar, no más reuniones ridículas a las 7 de la mañana, no más útiles, cuadernos, trabajos prácticos de último momento, no más cuestionamientos institucionales acerca de tu vida, del modo en que educás a tus hijos, de si trabajás y los abandonás o de si no trabajás y no los mantenés.
Tres años de jardín de infantes, siete de escuela primaria, cinco de secundaria. Acompañar a tus hijos para que hagan lo que de ninguna manera y bajo ningún concepto tienen ganas de hacer y lograr que finalmente lo hagan solos. Pasas los primeros años y la vas piloteando, llegás con los pedidos de útiles urgentes que te sorprenden a las seis de la tarde de ese día que llegás a tu casa deseando darte una ducha y meterte en la cama y descubrís que tenés que empezar a recorrer las librerías del barrio buscando goma eva color fucsia porque ese y no otro es justo el color que le tocó a tu hijo para vaya a saber qué importantísmo ejercicio de alto nivel educativo. Y lo peor de todo es que lo lográs y cuando llegan a séptimo grado todavía te miran con amor y agradecimiento y te crees que ya está que sos una buena madre y está todo bien.
Error. Un día hermoso de otoño les preparás el desayuno, aunque ya son grandes pero bueno, una madre es una madre y anunciás desde la cocina : ¡ya está el café con leche!, y esperás, y nada. Te quedás tranqui porque está todo bien y vos ya pasaste lo peor y volvés a insistir. Nada. Finalmente vas a su cuarto y entrás sin golpear, porque sos su madre. ¿Qué hacés mamá que te pasa? No entrés a mi cuarto, tengo sueño. ¿Qué desayuno? No, no quiero nada. No. Tengo sueño. Se da vuelta y sigue durmiendo luego de haberte puesto su mejor cara de orto. Vos lo querés matar pero no sabes cómo. Has ingresado en el horrible mundo del adolescente.
Todo tiene su lado positivo y es muy importante descubrirlo para poder enfrentar los duros años de batalla que se avecinan. Primero: podés dormir el sábado y el domingo a la mañana, nadie te va a despertar pidiendote nada antes de las diez, mínimo. Segundo: recuperaste tu autonomía de movimientos. Podés salir de tu casa sin pensar con quién los dejo, dejás de negociar cosas ridículas con tu vieja, con tu amiga, con la tía , con tu vecina para poder ir al médico, a la peluquería, a hacer las compras e incluso a trabajar para pagar las cuentas a fin de mes. Te sentís dueña de tu vida y pensás que la cara de culo es pasajera y que no es para tanto. Y tenés razón, unos cinco años más tarde con la misma facilidad con que te echaron de su habitación te llaman una mañana con desacostumbrada voz afectuosa y te dicen : ¡Vieja! ¡Vení , mirá esto que te quiero mostrar!
Una vez más te engañás y decis: bueno ya está, son grandes tienen dieciocho o más, van a hacer su vida, a ganarse su plata, no van a estar en casa nunca, voy a tener un rato más para mi. ¿Tengo que repetir lo de la sabiduría de la naturaleza y todo lo demás? Antes no te hablaban, ahora no se callan. Sos su madre, la que los conoce, la que los banca en las buenas y en las malas, la que les perdona lo que sea, la que los quiere en forma incondicional. Nadie te da un premio, ni un título, no salís en la tele, no te pagan un plus, solo vos sabés que estuviste donde tenías que estar, aunque muchas veces pensaste en estar en otra parte.
Cuando te diste cuenta tu vida se llenó de risas y de cuentos, de lágrimas compartidas, de montones de hijos e hijas adoptivas que pasan por tu casa y te llaman “tía” porque saben que ellos también pueden contar con vos. No se parece a lo que te habías imaginado. Es mucho más. Sin embargo yo siempre digo que la maternidad es como ir por un tunel oscuro, sabes que es por ahi, que la salida está allá adelante pero no la ves. Todo se entiende al final.
lunes, 12 de septiembre de 2011
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ya estas entendiendo y no llegaste a ningun final!!! show must go on...genial.
ResponderEliminarnati