
De golpe nos vi. Estábamos los dos parados a cierta distancia del borde de la vereda. Mirábamos cómo los chicos jugaban y se ensuciaban. Yo con mi vestido impecable de florcitas y los soquetes blancos. Vos, con tu remerita de algodón azul francia impecablemente planchada, el pantalón de sarga de esos que son para fiestas y los zapatos lustrados como un espejo.
Te miraba de reojo. Te espiaba.
De repente me daba cuenta de que vos también me estabas viendo. Entonces, como un rayo, mis ojos se dirigían al piso mientras el corazón me saltaba como si fuera una de esas pelotas de goma chiquitas que rebotan por todas partes. El universo de mis zapatos guillermina y el dibujo gastado de las baldosas ocupaban todo mi campo visual. No podía moverme. Escuché que una voz de mujer adulta te llamaba : ¡Juan! Y no pude evitar levantar la mirada como si ese grito fuera una orden, poderosa, invencible, que dominaba mi débil voluntad.
Mis ojos se cruzaron con los tuyos y fue como millones de mensajes pidiendo ayuda intercambiándose en segundos. La imagen del náufrago en la isla, de Ulises peleando contra la tempestad, de Penélope resistiendo a los pretendientes, todas se me vinieron a la mente, mientras una mano de persona adulta te llevaba lejos de mi vista.
Yo me quedaba sola, como siempre, en medio de esa enorme soledad de los chicos que no tienen permiso para jugar porque mezclarse con los otros está mal y puede acarrear siglos de gritos y privaciones.
Miraba a Belén y a Gloria con sus trenzas desechas, desparejas, entrar y salir del elástico. Se reían, se empujaban. Yo también sé jugar al elástico, pensaba. Cuando me quedaba a solas con mi abuela, lo enganchaba entre dos sillas del comedor y saltaba y me daba cuenta de que no era tan difícil como parecía de lejos, de que yo también podría jugar si alguien me lo propusiera.
Era lindo estar en la vereda un rato. Respirar el aire, sentir el frío en la cara, escuchar los pájaros que revoloteaban en el árbol del vecino.
Volvía a mirar ese lugar que vos ocupabas cuando estabas, cuando te dejaban salir. No estabas. No ibas a regresar ese día. No antes de que mis papás volvieran del supermercado y me llevaran de vuelta. Pasaban los coches, las bicicletas, las señoras con perros y yo seguía ahí, inmóvil pero feliz, como los presos cuando los dejan salir al patio. Eso lo había visto en una película. Los presos que tenían que estar encerrados porque eran malos, - porque si no hacían desastres, como yo - , podían salir un rato al patio. Todos los días salían. Yo me portaba bien, me esforzaba, era la abanderada, pero igual había muchos días que me quedaba adentro.
Volvía a pensar en vos. Yo sabía que te llamabas Juan porque se lo había escuchado a tu mamá. ¿Qué estarías haciendo en ese momento?
Un Fiat 1500 azul se estacionó frente a mi. Me tomó desprevenida. ¡Eran ellos!
¿Qué estás haciendo aquí afuera? ¿ Con qué permiso? , me saludó la voz de mi mamá con su habitual tono de reproche.
¡Andá ya para adentro! , agregó mi papá que como siempre no quería quedarse en el bando contrario.
Me di vuelta y entré en la casa. Mi mamá le seguía diciendo a mi papá – como si yo no estuviera ahí o fuera de palo – : “la próxima vez nos la llevamos porque tu mamá la deja hacer cualquier cosa”
Miré por última vez a las chicas jugando en la vereda. La ventana me separaba de los ruidos, del aire, del olor de la calle.
Se había acabado el recreo. Busqué un libro y me senté en mi cama. Era Mujercitas. Jo escribía novelas encerrada en el altillo y yo pensaba: cuando sea grande voy a ser escritora.
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