domingo, 26 de septiembre de 2010

UNA PALABRA

Cuantas veces precisamos la vida entera para cambiar de vida, lo pensamos tanto, tomamos impulso, y vacilamos, después volvemos al principio, pensamos y pensamos, nos movemos en los carriles del tiempo con un movimiento circular, como los remolinos que atraviesan los campos levantando polvo, hojas secas, insignificancias, que a más no llegan sus fuerzas, mejor sería que viviéramos en tierra de tifones. Otras veces es una palabra cuanto basta.

( José Saramago .La balsa de piedra)

Enredados. Desafortunadamente encadenados al destino. No sabemos si está todo bien o todo mal. Nos fue saliendo así, como una planta que a veces crece torcida y otras, se va en vicio.

Una mañana, uno sale al balcón empuñando el mate recién cebado y declara: A este malvón hay que podarlo! Un rato después, tijera en mano, lo despojamos sin dudar de todo lo que sobra, sin avaricia, sin temor. Y el cambio es una fiesta, un despertar de brotes escondidos, un alivio de la pesadumbre de hojas secas, desgastadas. Confiamos, sabemos que la vida recomienza, que nada se pierde, que la poda es ganancia, paradójica como todas las verdades que vale la pena conocer.

El punto de inflexión está en los diez segundos antes, cuando tijera en mano, no sabemos lo que puede suceder, porque hemos aprendido cuánto somos capaces de equivocarnos, hasta qué punto, con que aparentemente terribles e irreversibles consecuencias. Tenemos miedo. Dudamos. Nos permitimos, por un segundo, creer que el destino, todo el destino está en nuestras manos. Le atribuimos a nuestra pequeña y desdichada acción , envergadura de decisión fatal, de creación divina, de poder absoluto. Temblamos. Porque no esperamos ser salvados de nosotros mismos. Como un niño que no sale a jugar por miedo a ensuciarse o a romper algo. Nos creemos dueños absolutos, pequeños dioses.

Prisioneros de nuestras propias prisiones, contemplándonos infinitamente en un auto construido panóptico nos volvemos exigentes, inflexibles, despiadados. Nos exigimos mucho, pero no nos alcanza, de modo que exigimos también al resto. A los otros, a los que nos rodean. Pedimos cuentas. Porque la vida es una cosa seria. Porque no hay redención, ni perdón.

Nos creemos, sin dudar, que las cuentas claras conservan la amistad. Andamos con la libreta a cuestas, anotando, una por una, las cosas que se nos adeudan. Y todo sigue siempre igual, pero pensamos que no es culpa nuestra.

Y todo eso es polvo, remolino, insignificancia, porque no estamos dispuestos a escuchar ni una palabra.

Sin embargo, a veces es una palabra cuanto basta.

viernes, 17 de septiembre de 2010

VOCACION


De golpe nos vi. Estábamos los dos parados a cierta distancia del borde de la vereda. Mirábamos cómo los chicos jugaban y se ensuciaban. Yo con mi vestido impecable de florcitas y los soquetes blancos. Vos, con tu remerita de algodón azul francia impecablemente planchada, el pantalón de sarga de esos que son para fiestas y los zapatos lustrados como un espejo.

Te miraba de reojo. Te espiaba.

De repente me daba cuenta de que vos también me estabas viendo. Entonces, como un rayo, mis ojos se dirigían al piso mientras el corazón me saltaba como si fuera una de esas pelotas de goma chiquitas que rebotan por todas partes. El universo de mis zapatos guillermina y el dibujo gastado de las baldosas ocupaban todo mi campo visual. No podía moverme. Escuché que una voz de mujer adulta te llamaba : ¡Juan! Y no pude evitar levantar la mirada como si ese grito fuera una orden, poderosa, invencible, que dominaba mi débil voluntad.

Mis ojos se cruzaron con los tuyos y fue como millones de mensajes pidiendo ayuda intercambiándose en segundos. La imagen del náufrago en la isla, de Ulises peleando contra la tempestad, de Penélope resistiendo a los pretendientes, todas se me vinieron a la mente, mientras una mano de persona adulta te llevaba lejos de mi vista.

Yo me quedaba sola, como siempre, en medio de esa enorme soledad de los chicos que no tienen permiso para jugar porque mezclarse con los otros está mal y puede acarrear siglos de gritos y privaciones.

Miraba a Belén y a Gloria con sus trenzas desechas, desparejas, entrar y salir del elástico. Se reían, se empujaban. Yo también sé jugar al elástico, pensaba. Cuando me quedaba a solas con mi abuela, lo enganchaba entre dos sillas del comedor y saltaba y me daba cuenta de que no era tan difícil como parecía de lejos, de que yo también podría jugar si alguien me lo propusiera.

Era lindo estar en la vereda un rato. Respirar el aire, sentir el frío en la cara, escuchar los pájaros que revoloteaban en el árbol del vecino.

Volvía a mirar ese lugar que vos ocupabas cuando estabas, cuando te dejaban salir. No estabas. No ibas a regresar ese día. No antes de que mis papás volvieran del supermercado y me llevaran de vuelta. Pasaban los coches, las bicicletas, las señoras con perros y yo seguía ahí, inmóvil pero feliz, como los presos cuando los dejan salir al patio. Eso lo había visto en una película. Los presos que tenían que estar encerrados porque eran malos, - porque si no hacían desastres, como yo - , podían salir un rato al patio. Todos los días salían. Yo me portaba bien, me esforzaba, era la abanderada, pero igual había muchos días que me quedaba adentro.

Volvía a pensar en vos. Yo sabía que te llamabas Juan porque se lo había escuchado a tu mamá. ¿Qué estarías haciendo en ese momento?

Un Fiat 1500 azul se estacionó frente a mi. Me tomó desprevenida. ¡Eran ellos!

¿Qué estás haciendo aquí afuera? ¿ Con qué permiso? , me saludó la voz de mi mamá con su habitual tono de reproche.

¡Andá ya para adentro! , agregó mi papá que como siempre no quería quedarse en el bando contrario.

Me di vuelta y entré en la casa. Mi mamá le seguía diciendo a mi papá – como si yo no estuviera ahí o fuera de palo – : “la próxima vez nos la llevamos porque tu mamá la deja hacer cualquier cosa”

Miré por última vez a las chicas jugando en la vereda. La ventana me separaba de los ruidos, del aire, del olor de la calle.

Se había acabado el recreo. Busqué un libro y me senté en mi cama. Era Mujercitas. Jo escribía novelas encerrada en el altillo y yo pensaba: cuando sea grande voy a ser escritora.