Te lo podías cruzar en cualquier esquina del barrio, a juzgar por las horas que pasaba dando vueltas por ahí, se podría deducir que no salía de sus inmediaciones. Algunos conjeturaban acerca de los motivos, la falta de auto para desplazarse más lejos, la incomodidad que le producían los colectivos, o el simple conformismo que lo hacía afirmar que todos los mundos eran similares.
Flaco, de estatura mediana, la cabeza chica, andaba sigilosamente. A veces se detenía en alguna vidriera, pero no se podría afirmar que estuviera mirando algo en especial. Lo veíamos pasar, acostumbrados, como si fuera parte del paisaje. Al principio se podría decir que no lo notamos, que no nos dimos cuenta de nada. Era un transeúnte más, uno de los tantos ciudadanos aburridos que podían tener cualquier trabajo de medio tiempo o vivir de renta. Después de todo, la ciudad estaba llena de gente así, anónima, intrascendente, desconocida. Sin embargo todo cambió el día que empezamos a notar su especial particularidad.
Era uno de esos días de lluvia en Buenos Aires, de esos día en que el cielo se pone gris plomo, y empezás a rezar para que aguante hasta que llegues a tu casa, porque no hay paraguas que te salve. Yo estaba con Tessi. Veníamos las dos como locas, riéndonos, tentadas, despreocupadas de las miradas, divertidas, compartiendo uno de esos secretos que te dan la sensación de tener el mundo en las manos. Casi se diría que corríamos, nos frotábamos los ojos y la risa nos brotaba contagiosa. Era como una catarata de imágenes, de ideas, de presupuestos, de vaticinios de un futuro promisorio. Fue en ese momento que simplemente, nos chocamos con él, mejor dicho, que nos lo llevamos por delante.
El accidente no hizo más que aumentar la risa, le pedimos un perdón de compromiso, mientras lo ayudábamos a levantarse del suelo. Ahi lo descubrimos, que no soltaba el libro que traía en la mano. No lo soltaba ni para hacer palanca en el suelo y ponerse de pie. Era como parte de su cuerpo. Uno de esos libros de política, algo como “la revolución utópica en el marco de las dictaduras latinoamericanas” . No le llevo mucho recomponerse y alejarse de nosotras con un “estoy bien” apenas audible.
Nos hubiéramos olvidado de él si no hubiera sucedido algo sumamente extraño. Fuéramos adonde fuéramos, él estaba ahí. Sentado en la mesa de al lado del café, colgado del pasamanos del mismo vagón del subte, en la cola del banco. Estaba. Indiferente. Silencioso. Con la misma ropa, la camisa a cuadros, el pantalón azul . Lo único que cambiaba era el libro. Lo único infaltable era el libro. Uno no puede salir sin ropa a la calle, pero definitivamente puede salir sin llevar un libro. Al menos, eso pensaba yo en aquel entonces.
Al principio nos pareció casualidad, pero con el paso de las semanas, algo empezó a inquietarnos. ¿Nos estaba siguiendo? ¿Estaría perpetrando alguna especie de venganza literaria para enseñarnos a ser educadas y evitar que anduviéramos riéndonos a ciegas por la calle?
Como andábamos con miedo, comenzamos a observarlo con obsesión, hasta el punto de no saber si era él que nos perseguía a nosotras, o nosotras a él. Entonces Tessi empezó a desarrollar la idea, de registrar día por día los detalles de nuestros encuentros, ya no tan casuales. La preocupaba esta cuestión del libro, llegó a creer que era una especie de espía, con un libro de claves. Me costó más de una semana convencerla de la inutilidad de ir a una comisaría a exponer su teoría conspiratoria.
Con el tiempo nos dimos cuenta de que los libros iban cambiando, a pesar de mantener el tamaño en las mismas dimensiones.
Una tarde lo seguimos hasta la puerta de una librería vieja, de esas de compra venta. Nunca habíamos estado en un lugar así, los libros pertenecían al extraño mundo de las viejas tareas escolares, cada vez más reemplazables por fotocopias o archivos en la computadora. Nos invadió un olor húmedo, penetrante: L as paredes, las mesas, todo estaba tapizado de una marea de títulos, de letras de distintos tamaños, unas brillantes, otras opacas. No sé en qué momento sucedió. Me quedé atrapada en uno de esos tomos de literatura rusa, de letra chica, que debía tener unas ochocientas páginas. En la tapa, con letras doradas estaba escrito: Los hermanos Karamazov. Simplemente no lo pude dejar, una palabra se encadenaba a la otra, me perseguía, me sugería, me invitaba, el mundo afuera se desdibujaba. El barrio era cualquier barrio y el lugar cualquier lugar.
A lo lejos escuchaba la voz de Tessi que decía palabras que para mi, ya no tenían sentido. Levanté la vista y la vi alejarse corriendo, asustada, tropezando con los cordones medio desatados de sus zapatillas blancas.
Desde entonces casi no levanto la vista del libro que tengo entre manos, pero cuando lo hago, mis ojos se tropiezan con el hombre del libro que sonríe discretamente antes de continuar su camino.
Como los libros nos atrapan, y nos trasladan a otro mundo tan real y tan sensible. Yo persibo sensaciones, olores, sentimientos. Que gran aliados que son los libros. gracias Marta por compartir esto tan hermos! Besos Andrea
ResponderEliminarUna narrativa increible,me pareció estar en la librería ,muy bien !!!
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