jueves, 27 de septiembre de 2012

INVISIBLES

¿Cuán complicado puede ser ir a Luján un domingo? No es tan lejos pensaba, después de todo, la gente llega allí caminando. Luego de varios meses de darle vuelta al asunto encontré alguien que finalmente me acompañara a la basílica y a vistar la tumba del Cardenal Pironio. ¿Por qué? Porque sí, porque siento una ternura increíble por esa pequeña imagen de la Virgen que año tras año atrae hacia sí las esperanzas, los dolores y las alegrías de nuestro pueblo. Lujan, de algún modo siempre fue para mi un lugar popular y mágico a la vez. El lugar de las hazañas imposibles. Un año, cuando solo tenía dieciocho,me pasé diez horas arrodillada curando las ampollas de los peregrinos que pasaban por la ruta. Fue una de esas cosas que pensás que no vas a poder hacer hasta que te ves haciéndolo. Esta vez solo iba de paseo, no pensaba tener que atravesar otra hazaña imposible. Mi amiga Patricia y yo nos encontramos a las diez y media de la mañana en Plaza Once dispuestas a tomar el expreso a Luján, colectivo 57 que reemplaza a la desaparecida Lujanera. Me acerco al empleado de la empresa para preguntar si era el colectivo correcto y me responde mostrándome una cola de alrededor de doscientas personas que atravesaba la plaza. Tenemos un problema con los choferes, me dice, pero estamos tratando de resolverlo. Me voy a hacer la fila y al rato llega mi amiga. No se por qué extraña confianza en el pais, basada en no se qué maldita costumbre ancestral, se nos ocurrió pensar que el tema no sería tan grave y que de todos modos si lográbamos llegar, volver ya no sería un problema. Después de todo, vamos a Lujan, acá nomás, 70 km, un lugar al que la gente llega caminando. Nos subimos al bondi a las 12 del mediodía luego de salir intrépidamente a cargar el Sube en algún lado porque, de no ser así, había que conseguirse veinte pesos en monedas para pagar el pasaje. Por supuesto eso tampoco fue fácil. Finalmente, Pato encontró un kiosko en donde realizar la transacción y a las 12 :10 hora argentina estábamos sentadas en el micro que, rebosaba de gente que, ante la falta de transporte, habia decidido viajar parada, respondiendo a la invitación de la empresa que luego de venderte el pasaje a diez mangos empezaba a vociferar: “Parados a Lujáaaan” y por supuesto le cobraba el mismo precio. Llegamos a las 14:30 a un Lujan más lleno de gente que Florida a la una del mediodía. La basilíca explotaba. En la puerta, un curita joven ubicado en un palco rociaba a la gente que se agolpaba a su alrededor con agua bendita. En el centro de la plaza una plataforma albergaba un grupo de música simil rock que daba alaridos frente a un público semi indiferente que vagaba de un lado a otro. Los famosos recreos en donde esperábamos detenernos un rato a disfrutar de algo de naturaleza eran un barrial mugriento, ladeado por pasto crecido que en algunos casos tapaba las mesas y sillas de material. En medio de la terrible constatación de la falta de cuidado de todo, de la pobreza, de la degradación de cosas que años atrás habían sido hermosas, nosotras aprovechamos para tejer y destejer las historias de nuestra vida como buenas mujeres. En el fondo de mi corazón me sentía otra vez adolescente escapada de las obligaciones del día a día refugiándome en la cálida sonrisa de mi amiga siempre paciente y receptiva. De algún modo como dije, teníamos la esperanza de que el terrible viaje de ida fuera sólo un contratiempo y no una habitualidad. No era así. Comenzamos a hacer la cola para volver a las siete y llegamos a Buenos Aires once y media de la noche. La escena de la fila interminable de gente esperando viajar se repetía. Claro de la gente sin auto, de la gente que no tiene otra que tomarse el bondi, de la gente que antes se tomaba el tren a un mango y pico y ahora tiene que pagar diez mangos por cabeza. Paciencia, resignación y horas de pie, total a quién le importa, quién lo ve. Nos daba la sensación de ser invisibles. Pero eramos un ejército de invisibles, amontonados, esperanzados, deseando despertar a algo diferente.

jueves, 5 de julio de 2012

Mapa en cajita de musica

Mi abuela María tenía una cajita de música. Cuando yo era chica eso era algo mágico. No era cualquier cajita. En la tapa tenía la imagen de la gruta de Capri y cuando la abrías estaba forrada en terciopelo rojo. Al costado, chiquita y dorada estaba la cuerda, que cuando la dabas vuelta hacía un ruidito que ya te hacía palpitar el corazón. Algo increíble estaba por suceder. Comenzaba la música. No era cualquier música, era Torna Surriento. Un mundo de emociones y sentimientos irrumpía en el ambiente , siempre silencioso, de su pequeño departamento. Lo digo y me doy cuenta de que estamos tan rodeados de música hoy día que no se si se puede entender la dimensión que aquel pequeño gesto tenía hace cuarenta años. Para escuchar música tenías que tener un wincofon , es decir un tocadiscos. La radio pasaba música si lograbas sintonizarla bien y estabas ahi a la hora adecuada. E tu dici: "Parto, addio!" T'alluntane da stu core, da la terra de ll'ammore, tiene 'o core 'e nun turná? Algo diferente pasaba ahi. Nápoles, la nostalgia, el dolor , la súplica , el drama . Ella no decía nada, pero en su corazón sucedían cosas que yo nunca había visto en mi pequeño mundo. El dolor estaba allí, al borde de todo, un paso antes de su amabilidad y paciencia, un segundo antes de sus elegidas palabras. Nunca la oí levantar la voz, incluso cuando la loca de mi vieja la atosigaba con acusaciones irracionales de esas que ella solía desarrollar a montones y sin anestesia. Mi mamá tenía bronca y ella la escuchaba desde un mundo lejano en el que aún vivían los que había querido. Viéndolas yo comprendía la diferencia entre el amor y el odio. Aprendía también que la vida estaba llena de sentimientos, de drama, de decisiones bien o mal tomadas y que no siempre dos más dos es cuatro. En casa de mi abuela María el mundo era más grande que en cualquier otro lugar, a pesar de que el departamento no debía superar los cuarenta metros cuadrados. Quizás fue allí que comencé a entender que el universo más extenso es el que llevamos con nosotros, y que soltar las cosas materiales agranda el espacio del alma. Lo que tenemos es solo para ayudarnos a entrar en el mar de la vida, para no quedarnos en la orilla. Ella estaba terminando su vida, estaba a punto de vovler a Sorrento, a la tierra del amor. Yo tenía entonces todo por comenzar, sin embargo estar a su lado me ayudaba a ver el fin del camino. Antes de eso había mucho por recorrer de modo que me llevé en el alma el mapa para llegar a destino: Mirá el mar que es hermoso e inspira tantos sentimientos Mirá los jardines, sentí el perfume de los naranjos que es tan suave que llega al corazón Mirá el mar de Sorrento que esconde tantos tesoros. Entonces volvé, no me dejes. Haceme vivir. No te alejes del corazón. Volvé a la tierra del amor.